viernes, 8 de marzo de 2019

TEMPORADA DE CAZA



 Jorge Enrique Villegas M.


       La foto y un libro fue lo único que cogió Akira de la mochila antes de abandonar el bus.  Miró la foto. El colorido del bosque le pareció sobrecogedor. Los matices atrapados en el instante desparecían luego por efecto de la luz.  Él había resuelto desaparecer para los demás. Iba a tomarse el resto de sus días para meditar.

Había caminado más de cuatro horas y llegado a la base del Monte del Este en cuya cima, según Ichiku le explicó, encontraría un pequeño santuario Shinto, entrada al monasterio al que se dirigía. Se sentía cansado. Observó el inicio del ascenso, se hidrató de nuevo y decidió superar los escalones que lo separaban del lugar. Recordó  uno de los versos del poema que ella le enseñó la mañana que abandonó la ciudad: Por sendas de montañas encontré el arco iris. Caminar por el bosque le hizo entender mejor su significado. Al llegar a la cumbre se sorprendió de verla sentada en posición de loto. Meditaba y esperó a que terminara.
 —Ha tardado—dijo ella.
—¿Qué hace aquí?
—Sabía que vendría. Descanse, aún falta un tramo.

      El motorista advirtió a los pasajeros que tenían siete minutos para estirar las piernas, usar los servicios, tomar un té. Akira sintió hambre. Fue al restaurante y pidió soba. Buscó una mesa para ver el bus y con tranquilidad empezó a comer. Observó a los pasajeros volver al vehículo, escuchó el encendido del motor y el accionar del claxon por dos ocasiones. Presenció la sorpresa y escuchó los comentarios de quienes estaban en el restaurante por lo inusual del llamado y la marcha lenta del colectivo hasta entrar  en la autopista.
Calmado el apetito escribió el verso, puso una coma y volvió a leer: Por sendas de montañas, encontré el arco iris.

      Cuando llegó a Narita, el conductor revisó el interior del bus y la halló. La puso en el casillero de objetos perdidos de la estación. En algún momento el dueño la recuperaría.



      Al regreso de vacaciones Ichiku lo invitó a cenar, le pasó un libro y le pidió que leyera en silencio el poema que le indicaba. Le hizo señas para que lo memorizara.
Se habían prometido que algunos de los avances en las investigaciones que hacía Akira debían ponerlos a salvo del Instituto. Sospechaban que los seguían, que los lugares donde vivían habían sido requisados y los computadores alterados. En notas breves decidieron compartir un código para comunicarse. Luego quemaban las notas.

      Akira trabajaba en el Instituto Baitek. Se había enfocado en el análisis de una nueva cepa de virus por su fácil  transmisión y  agresividad. Cada nuevo avance lo daba a conocer de una manera muy propia: “miremos por qué…” y comenzaba a divagar sobre los colores visibles en los bosques. Sorprendía al auditorio con el giro que luego daba a sus ideas. Lo publicado  indicaba que avanzaba con éxito. Las aplicaciones se traducían en desarrollos industriales y dinero. En el Instituto suponían que Ichiku guardaba algunos de ellos. El día en que ella encontró su apartamento violentado desapareció. Desde aquel momento la policía dispuso mayor vigilancia sobre Akira. Conocían poco de su vida personal. Cuando Akira lo supo suspendió lo que hacía y abandonó el laboratorio.
Mientras iba para la estación de autobuses evocó el poema que Ichiku le pidió que memorizara.  

      Por sendas de montañas: Ichiku  seguía rutas con la confianza de llegar  a lugares que la sorprendían: lagos, nacimientos de agua, cascadas, bosques primitivos, sonidos de aves, gruñidos, símbolos torii, templos Shinto, estatuas de Buda, susurros y el silencio. Ichiku le había dicho que al escuchar el silencio en los bosques  sabía de lo que hablaban: “usan  un idioma simple, por lo mismo irrepetible. Cada sonido es una voz nueva. Cuando estoy en ellos me siento como el viento o el aire, visible e invisible”.
Las veces que salía a caminar  lo hacía por dos o tres días. Luego le contaba lo que había encontrado. “El otoño es la mejor época para perderse en un bosque. No es necesario adentrarse mucho. Desvíese en una curva y déjese llevar por los espíritus que hay en ellos. Es lo que hago. Así fue  como encontré un monasterio junto a un lago de aguas tranquilas y escuché a un grupo de aves decir adiós a los cerezos sin flor.”
—¿Lo entendí bien?—le preguntó.
—En esencia todo es espiritual—respondió—. Lo he aprendido de usted.

      Se recostó en las hojas y cerró los ojos. Hubo un largo silencio. Luego, ella continuó:
—Comprendí mejor el por qué del giro que le dio a las investigaciones y entendí  por qué comenzaron a vigilarnos. Los últimos descubrimientos que hizo y la carta que envió al Director del Instituto preocupó al Consejo.
—Lo que les interesaba era que encontrara soluciones para algunas de las enfermedades que aquejan a muchos que, sin saberlo, los volvieron ratones de laboratorio. Lo que no conocía era que los virus fueran producidos en otros  laboratorios controlados por el Instituto... Usted supo que el año pasado murieron tres investigadores del Instituto. Medicina legal dictaminó que fue una consecuencia de exceso de trabajo. Yo no lo creí… Antes de que ellos murieran nos habíamos reunido y me pusieron al tanto de cómo descubrieron lo que pasaba.
—Aterrador.
—Por eso los callaron.  Logré filtrar documentos que lo comprueban a varios medios de acá y de otros países. Estoy seguro que seguía en la lista, por eso paré todo…
 Ichiku, junto a los torii usted se recoge y ora.
—Son lugares sagrados.
—Cada vez que yo los atravieso tengo la sensación de ser observado. Me lleno de tranquilidad.
—Lo entiendo—dijo mirándolo.
—Gracias.

      —¿Cuál libro trajo?
—“Magia del silencio”—respondió Ichiku—. ¿Y usted?
—“El arte de la felicidad”.     
—¡Oh! El autor es un gran maestro.

      Comenzaron a sentir las ráfagas heladas que llegaban del norte. Los truenos se oían próximos y los rayos iluminaban el bosque. Empezó a llover. Se miraron y rieron.
—¡Qué recibimiento. Vamos!—dijo AKira.

      La policía llevó la mochila al centro forense. Encontraron ropa y un libro de haikus. ¡Maldito!—gritó uno de ellos.



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