Había caminado más de cuatro horas y
llegado a la base del Monte del Este en cuya cima, según Ichiku le explicó, encontraría
un pequeño santuario Shinto, entrada al monasterio al que se dirigía. Se sentía
cansado. Observó el inicio del ascenso, se hidrató de nuevo y decidió superar
los escalones que lo separaban del lugar. Recordó uno de los versos del poema que ella le
enseñó la mañana que abandonó la ciudad: Por
sendas de montañas encontré el arco iris. Caminar por el bosque le hizo
entender mejor su significado. Al llegar a la cumbre se sorprendió de verla
sentada en posición de loto. Meditaba y esperó a que terminara.
—Ha
tardado—dijo ella.
—¿Qué hace aquí?
—Sabía que vendría. Descanse, aún falta un
tramo.
El motorista advirtió a los pasajeros que tenían siete minutos para
estirar las piernas, usar los servicios, tomar un té. Akira sintió hambre. Fue
al restaurante y pidió soba. Buscó
una mesa para ver el bus y con tranquilidad empezó a comer. Observó a los
pasajeros volver al vehículo, escuchó el encendido del motor y el accionar del
claxon por dos ocasiones. Presenció la sorpresa y escuchó los comentarios de
quienes estaban en el restaurante por lo inusual del llamado y la marcha lenta
del colectivo hasta entrar en la
autopista.
Calmado el apetito escribió el verso, puso
una coma y volvió a leer: Por sendas de
montañas, encontré el arco iris.
Cuando llegó a Narita, el conductor revisó el interior del bus y la halló.
La puso en el casillero de objetos perdidos de la estación. En algún momento el
dueño la recuperaría.
Al regreso de vacaciones Ichiku lo invitó a cenar, le pasó un libro y le
pidió que leyera en silencio el poema que le indicaba. Le hizo señas para que
lo memorizara.
Se habían prometido que algunos de los
avances en las investigaciones que hacía Akira debían ponerlos a salvo del
Instituto. Sospechaban que los seguían, que los lugares donde vivían habían
sido requisados y los computadores alterados. En notas breves decidieron
compartir un código para comunicarse. Luego quemaban las notas.
Akira trabajaba en el Instituto Baitek. Se había enfocado en el análisis
de una nueva cepa de virus por su fácil transmisión y
agresividad. Cada nuevo avance lo daba a conocer de una manera muy propia:
“miremos por qué…” y comenzaba a divagar sobre los colores visibles en los
bosques. Sorprendía al auditorio con el giro que luego daba a sus ideas. Lo
publicado indicaba que avanzaba con éxito.
Las aplicaciones se traducían en desarrollos industriales y dinero. En el
Instituto suponían que Ichiku guardaba algunos de ellos. El día en que ella
encontró su apartamento violentado desapareció. Desde aquel momento la policía dispuso
mayor vigilancia sobre Akira. Conocían poco de su vida personal. Cuando Akira lo
supo suspendió lo que hacía y abandonó el laboratorio.
Mientras iba para la estación de
autobuses evocó el poema que Ichiku le pidió que memorizara.
Por sendas de montañas: Ichiku seguía rutas con
la confianza de llegar a lugares que la
sorprendían: lagos, nacimientos de agua, cascadas, bosques primitivos, sonidos
de aves, gruñidos, símbolos torii, templos Shinto, estatuas de Buda, susurros y
el silencio. Ichiku le había dicho que al escuchar el silencio en los bosques sabía de lo que hablaban: “usan un idioma simple, por lo mismo irrepetible. Cada
sonido es una voz nueva. Cuando estoy en ellos me siento como el viento o el
aire, visible e invisible”.
Las veces que salía a caminar lo hacía por dos o tres días. Luego le contaba
lo que había encontrado. “El otoño es la mejor época para perderse en un bosque.
No es necesario adentrarse mucho. Desvíese en una curva y déjese llevar por los
espíritus que hay en ellos. Es lo que hago. Así fue como encontré un monasterio junto a un lago de
aguas tranquilas y escuché a un grupo de aves decir adiós a los cerezos sin
flor.”
—¿Lo entendí bien?—le preguntó.
—En esencia todo es espiritual—respondió—.
Lo he aprendido de usted.
Se recostó en las hojas y cerró los ojos. Hubo un largo silencio. Luego,
ella continuó:
—Comprendí mejor el por qué del giro que
le dio a las investigaciones y entendí por
qué comenzaron a vigilarnos. Los últimos descubrimientos que hizo y la carta
que envió al Director del Instituto preocupó al Consejo.
—Lo que les interesaba era que encontrara
soluciones para algunas de las enfermedades que aquejan a muchos que, sin
saberlo, los volvieron ratones de laboratorio. Lo que no conocía era que los
virus fueran producidos en otros
laboratorios controlados por el Instituto... Usted supo que el año
pasado murieron tres investigadores del Instituto. Medicina legal dictaminó que
fue una consecuencia de exceso de trabajo. Yo no lo creí… Antes de que ellos
murieran nos habíamos reunido y me pusieron al tanto de cómo descubrieron lo
que pasaba.
—Aterrador.
—Por eso los callaron. Logré filtrar documentos que lo comprueban a
varios medios de acá y de otros países. Estoy seguro que seguía en la lista,
por eso paré todo…
Ichiku,
junto a los torii usted se recoge y ora.
—Son lugares sagrados.
—Cada vez que yo los atravieso tengo la
sensación de ser observado. Me lleno de tranquilidad.
—Lo entiendo—dijo mirándolo.
—Gracias.
—¿Cuál libro trajo?
—“Magia del silencio”—respondió Ichiku—.
¿Y usted?
—“El arte de la felicidad”.
—¡Oh! El autor es un gran maestro.
Comenzaron a sentir las ráfagas heladas que llegaban del norte. Los
truenos se oían próximos y los rayos iluminaban el bosque. Empezó a llover. Se
miraron y rieron.
—¡Qué recibimiento. Vamos!—dijo AKira.
La policía llevó la mochila al centro forense. Encontraron ropa y un libro
de haikus. ¡Maldito!—gritó uno de ellos.
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