Hilda Inés Pardo
Liviana como el
corcho, agua libre que corría por la calle y se detenía en el vértice de las
golosinas. Iba diagonal a la sombra, en la misma dirección de la bala.
Su morada cerca
de las estrellas y el olvido tenía las puertas abiertas al no regreso, si iba a
las fronteras sin límite de otro mundo.
Conocía los
secretos de su pequeño país, como la palma de su mano. Sabía de memoria las
caras de los sentimientos y las grietas de las caminatas, escondidas en las
esquinas.
Había aprendido
la música de los muros, la melodía del silencio y las pisadas. Conocía la
diferencia entre un pie de icopor y un ejército de caballos desbocados, o el
repentino color de desierto de una algarabía.
Flotaba para no
despertar pequeños oleajes de arena en la pendiente que une la región de los
ciegos con la escalera que los separa de los fugitivos.
Muchacha, pájara
desplumada, hueso que se lleva la brisa. Recuerdo que no para de volar de una
rama a otra.
Tenías el cuerpo
de cristal de roca, perfecto como la piedra más valiosa, sin una gota de aire,
sin una señal de error. Ibas y venías como un péndulo colgado del vacío.
Ese día te
fuiste sin volver. Se te derrumbaron los pasos en la pendiente de la reyerta.
Se te ahogaron las palabras calladas en caída libre, donde veías el mundo desde
la punta de la nube.
Muchacha de
helio, manos de luna y cuerpo de ozono, nada te podrá devolver a la calma antes
del desprendimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario