jueves, 16 de octubre de 2014

Niña de las nubes

Hilda Inés Pardo

  Liviana como el corcho, agua libre que corría por la calle y se detenía en el vértice de las golosinas. Iba diagonal a la sombra, en la misma dirección de la bala.
Su morada cerca de las estrellas y el olvido tenía las puertas abiertas al no regreso, si iba a las fronteras sin límite de otro mundo.
Conocía los secretos de su pequeño país, como la palma de su mano. Sabía de memoria las caras de los sentimientos y las grietas de las caminatas, escondidas en las esquinas.
Había aprendido la música de los muros, la melodía del silencio y las pisadas. Conocía la diferencia entre un pie de icopor y un ejército de caballos desbocados, o el repentino color de desierto de una algarabía.

Flotaba para no despertar pequeños oleajes de arena en la pendiente que une la región de los ciegos con la escalera que los separa de los fugitivos.
Muchacha, pájara desplumada, hueso que se lleva la brisa. Recuerdo que no para de volar de una rama a otra.
Tenías el cuerpo de cristal de roca, perfecto como la piedra más valiosa, sin una gota de aire, sin una señal de error. Ibas y venías como un péndulo colgado del vacío.
Ese día te fuiste sin volver. Se te derrumbaron los pasos en la pendiente de la reyerta. Se te ahogaron las palabras calladas en caída libre, donde veías el mundo desde la punta de la nube.
Muchacha de helio, manos de luna y cuerpo de ozono, nada te podrá devolver a la calma antes del desprendimiento.










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