lunes, 13 de octubre de 2014

La suerte está echada


(Recordando a Meryl Streep y Clint Eastwood en los “Puentes de Madison”)

 

                                                                   Leandro Felipe Solarte Nates

Su corazón y sienes estaban a punto de estallar. Apretaba con sus dedos sudorosos la manija interior de la puerta de la camioneta Fargo conducida por su marido. En la GMC de adelante, a través de la ventanilla trasera de la cabina, distinguía la silueta de Robert.

-Tiene placas de Washington…debe ser del reportero de la National Geographic que tanto me hablaron en la cafetería- dijo Patrick.

Mientras el semáforo estaba en rojo vio su silueta estirar el brazo derecho para alcanzar la cajetilla de cigarrillos guardada en la gaveta, y recordó cuando lo conoció sentada a ese lado del vehículo, y sintió el roce de la piel quemante sobre sus muslos al hacer el mismo movimiento.


El encuentro fue por azar. Cinco días atrás, minutos después de despedir a Patrick y sus hijos Nelly y John, escuchó el pito frente a su casa. Él se bajó solicitando información sobre los puentes de Madison. Trató de orientarlo al estilo italiano, con palabras y gestos teatrales, pero le fue imposible, debido a la falta de señalización en el corto pero intrincado camino lleno de cruces y bifurcaciones, y por eso se ofreció guiarlo, poco después de haber despedido a su familia que había viajado a la feria estatal de Iowa para concursar con un torete en el que habían depositado sus esperanzas.

A pesar de la insistencia de Patrick y sus hijos no quiso acompañarlos a la feria. En muchos años experimentaba una extraña sensación de libertad recobrada en medio de las telarañas de la memoria. Era la primera vez que se quedaba sola en casa, y al fin podría disfrutar unos días de descanso que la libraran de las rutinarias labores domesticas a las que estaba atada hacía diecinueve años, cuando terminada la guerra llegó de Italia con su marido a trabajar en la granja familiar.

Por fin dormiría hasta tarde sin urgencias de prepararles la ropa, el desayuno y disfrutaría las viejas canciones italianas, sin que su hija Jane, de diez y seis años recién cumplidos, moviera el dial del radio Philco, para sintonizar los rock and rolls de moda.

Regaba las plantas sembradas en macetas ubicadas a lado y lado de los corredores que rodeaban la casa de madera, cuando el reportero llegó apretando la bocina de la camioneta verde oscuro.

Acompañar a un desconocido para encontrar su ruta de trabajo era algo vedado si hubiera estado su familia en la granja, y al notarlo sintió un antiguo viento de libertad acariciándole las mejillas, era el aire fresco que entraba por la ventanilla abierta de la GMC, mientras el desconocido iniciaba el diálogo que se prolongaría durante cuatro días.

Recordó el asombro de Robert cuando mira con la cámara fotográfica el primer puente cubierto con el techo rojo.

–Hoy sólo haré un estudio del terreno, los ángulos de enfoque y tomaré unas pruebas…en el volco hay cerveza -le dijo mientras sin afán recorría con ojos de encuadres fotográficos los alrededores del puente, el río, y desaparecía de su vista. Sin que ella se percatara le tomó varias fotos desde diferentes distancias y planos. Al rato de merodear por los matorrales y árboles regresó con un manojo de flores silvestres.

–Es un detalle para una dama tan amable- dijo.

–Son hermosas, pero  venenosas- le contestó riendo.

–Mentiras… no sé por qué lo dije-, agregó con una coquetería que no le afloraba desde hacía muchos años de monótona vida hogareña en una granja en medio de la llanura, apenas relacionándose con los vecinos durante los oficios religiosos, ferias locales, bazares y esporádicos eventos deportivos que de vez en cuando rompían la rutina de todos los granjeros dedicados a sembrar maíz, cebada y a criar ganado.

En el trayecto de regreso a la casa continuaron el diálogo. Ella le contó que había conocido a su esposo después que las tropas aliadas expulsaron a las ‘camisas negras’ de Mussolini y a los alemanes de Sicilia. En medio de banderas de Italia y Estados Unidos entraron a su pueblo aquellos jóvenes sonrientes y desparpajados, bajándose de los tanques y camiones a abrazarse con la gente, mientras repartían chocolates a los niños y sus raciones y cigarrillos a las mujeres y escasos hombres.

Recién cumplidos los 16 años, mientras sufría hambre y el temor sembrados por la guerra, soñaba encontrar al príncipe azul caído del cielo que la arrancara de los interminables días de racionamiento, con las tripas retorciéndose, los ayes de los heridos mutilados muriéndose lentamente y el horror de los cadáveres desnudos y  abandonados sobre campo de batalla, tras intensos bombardeos y combates, llenos de moscas y con los buitres al acecho para despedazarlos, después que los niños y adultos los habían despojado de sus uniformes, provisiones, botas y morrales.

Antes de intentar abrazarla y besarla, el joven Patrick se quedó como hipnotizado con los ojos desorbitados y la boca abierta. No creyó que en poco tiempo su vida iba a dar un salto oceánico, al instalar el ejército norteamericano sus campamentos cerca a la aldea de Mancini, donde sólo quedaban viejos y  niños, pues la mayoría de los jóvenes y adultos habían sido carne de cañón de los bandos enfrentados en la guerra o estaban hacinados en  hospitales o en campos de prisioneros.

El ferviente soldado no dejó de visitarla llevándole flores y regalos. Con sólo señas y unas cuantas palabras de italiano mal pronunciadas le declaró su amor, que ella no dudo en aceptar siguiendo los impulsos de su corazón y consejos de su madre y amigas, que dos meses después se multiplicaron organizando la fiesta de bodas, según las tradiciones sicilianas.

Cuando llegó a la granja perdida en un cruce de caminos de los campos de Iowa, sintió que para siempre había dejado atrás su Italia del alma, para adentrarse en un mundo desconocido de rutinas sencillas y labores de ama de casa, mientras su marido trabajaba duro en el campo, “para asegurarles un futuro a sus hijos y vivir mejor”.

Los habitantes de las fincas vecinas eran gentes acogedoras que vivían cotilleando en la cafetería del pueblo cercano con las visitas y en escasas reuniones sociales, pendientes de la vida privada y comentando las escasas infidelidades de sus vecinos, tal como lo constató Patrick mientras tomaba un café y accidentalmente escuchó la conversación de los contertulios de la mesa de al lado. El estar consciente de esta situación lo obligó a ser prudente y a advertirle a su anfitriona de los peligros que para su reputación implicaba el que los vieran juntos.

Con el nacimiento de Nicoleta, su primer hijo, pudo superar la nostalgia del desarraigo de sus raíces sicilianas, y el fuerte sentimiento de maternidad estrenada llenó el vacío de sus días de joven súbitamente trasplantada en otro mundo.

-¿Qué será que no arranca?... el semáforo hace rato está en verde-, dijo su marido, mientras ella con la cabeza a punto de explotar y conteniendo las lágrimas y gemidos, aferraba su mano que giraba a tope la manija de la puerta de la camioneta Fargo, dispuesta a bajarse y correr hacía la GMC donde Robert la esperaba.

Cuando conoció al fotógrafo él buscaba información sobre los puentes de Madison, por lo que su primer recuerdo la llevó  a verlo  estudiando el terreno, otear el paisaje, espiar la luz y marcar algunos puntos de enfoque. Si bien regresaron a la granja hablando de sus vidas,  Nicoleta sólo al bajarse sintió que el dialogo había quedado trunco y lo invitó a tomar té frío.

-Mi marido…mi marido es trabajador, buena persona y muy limpio en todo…no toma, no fuma…es religioso…en fin- dijo intempestivamente.

-¿Muy limpio?, interrogó Robert.

-Sí, muy limpio… es demasiado bueno… aunque la vida se transforma de un momento a otro… mis niños ya crecieron… siento que cada vez son menos míos… un poco rebeldes… mi esposo es como un hermano… en fin, no tengo mucho que contar, todo es tan predecible. Mejor cuéntame de tu vida, los viajes, debes haber pasado por historias interesantes.

Robert sacó numerosas fotografías a blanco y negro de un sobre de manila, tomabas en varios países. Las desplegó sobre la mesa del comedor para que Nicoleta las viera.

-Son muy originales…hermosas…deberías exhibirlas o publicarlas en un libro- le sugirió.

- No creo que interesen…Mi vida…mi vida ha sido un eterno andar…saltar de una ciudad populosa a un caserío perdido en la selva, la montaña o el desierto… intentando acercarme a la gente sin prevenciones para ganarme su confianza y tratar de plasmar sus gestos y vivencias cotidianas en imágenes, de atrapar la esencia de su vida… busco comprender la relación con los animales, las plantas, los espíritus de sus antepasados que permanecen en sus sueños y  territorios sagrados…en fin, mi vida es una eterno errar. Y ahora tengo que ir al pueblo a ordenar mi equipo y escribir unas notas- concluyó.

-Te invito a cenar. Estoy ansiosa de  conocer más de tus viajes- repuso ella.

-Bien, regreso entonces. ¿A las ocho?, interrogó.

Durante esa tarde se sintió como la adolescente en la lejana Italia que no cesaba de mirarse al espejo semidesnuda, dedicada a peinar su largo pelo castaño y en contemplar cómo le engrosaban las piernas largas y le emergían los botoncitos de sus pezones entre los sencillos vestidos de telas livianas, rescatadas de viejos trajes que su madre le acondicionaba a su medida.

Pensó en cuánto la había uniformado la rutina del hogar con las mismas batas desaliñadas y sus escasos adornos que hacía tiempo dormían en el cofre de las joyas. Lo abrió y se probó unos aretes y el collar de plata cayéndole en medio de sus senos con su nombre grabado, el mismo   que antes de partir de Sicilia se lo regaló su madrina de bautizo. También  revisó los  mejores vestidos guardados por años en el armario y ninguno le gustó. Se delineó las cejas, pintó de carmín sus labios, coquetamente se arregló el pelo desplegando su larga y hermosa cabellera sobre la espalda, y decidió ir a la única tienda de ropa del pueblo a comprarse un nuevo traje, más a la moda y alegre. El primero que estrenaría en muchos años.

Mientras bebían cerveza y el pollo se doraba en el horno, prepararon la ensalada y el puré de papas que acompañaría la cena. De repente retomaron el  diálogo de la tarde.

-¿Cuál país del mundo te ha impresionado más?- preguntó. Ella quería saber de los paisajes y las gentes de esas fotografías que le resultaron impresionantes.

-Recuerdo a Machu Pichu, el paisaje misterioso, mágico encerrado en las montañas, los ríos, la ciudad inca construida en piedra. También la variedad de pueblos, culturas, religiones…los tiempos detenidos que alberga la India. Me gustó mucho África, las pirámides de Egipto, Luxor, el olor de sus sabanas, el aire, sus contrastes de selvas, desiertos, ríos, y en particular la gente- dijo sin dejar de mirar a los ojos de Nicoleta.

Mientras conversaban bebieron ginebra. Luego sintonizaron canciones lentas y románticas interpretadas por Frank Sinatra. Bailaron abrazados en la sala sin cruzar palabras y dejándose arrastrar por el vaivén de las notas vibrando en el aire y buscando su complemento, mientras acompasaban las curvaturas de sus cuerpos al ritmo ondulatorio de la música.

De ahí en adelante nada pudo detener la desbordada pasión de la  soledad mutuo que juntó para poseerse, la erupción de los sentidos sin reservas hizo brotar por cada poro la pasión de los cuerpo adormecidos, que hasta el momento Nicoleta nunca había experimentado durante sus largos años de matrimonio.

Al segundo día, mientras descansaban desnudos en la cama ella indagó por la vida sentimental de ese “ciudadano del mundo”, como él se autocalificaba.

–Adónde va se acuesta con mujeres. Porque no tiene una familia ni una casa, yo también seré un amor de tantos- se dijo.

Interrumpió el silencio interior de sus conjeturas para preguntarle si él le contará a sus amigos de esta nueva conquista que era  su alma.

–Te he sido franco, la casada eres tú- dijo él. Esta pasión nació espontánea y mutua ¿o no?... no sé… durante años he trashumado por el mundo y siento que en el fondo busco algo, a alguien, quiero llegar a una meta pero nunca la alcanzo y sigo de largo como el judío errante.  La casada eres tú,  por mí no hay problema si quieres seguirme. Nunca había experimentado un sentimiento igual, pero tendrías que dejarlo todo: tu esposo tan limpio, tus hijos, pues ya crecieron y no son tuyos, al menos no te necesitan como cuando eran niños.

Durante los dos días siguientes no dejó de pensar en esa conversación. Veía al fotógrafo consigo cuando estaba sola, con ansiedad lo esperaba para cenar y salir de paseo o ir a tomar más fotografías. Por primera vez Nicoleta experimentaba una pasión abrasadora, pero le aterraba dejar al marido que tanto la adoraba y había sido tan dedicado con ella y su familia. Estaba segura que se derrumbaría si partía detrás de Robert, y más incertidumbre le causaba pensar lo qué sería de sus hijos, unos adolescentes que recibirían un duro golpe, justo en momentos en que empezaban a ser adultos.

En su mente se atropellaban confusas imágenes que sólo desaparecían al llegar Robert y se entregaban a disfrutar la loca embriaguez de sus  cuerpos renacidos.

En la tercera noche Robert la invitó a un sitio en la frontera del Estado donde no encontrarían conocidos. Una orquesta de jazz amenizaba el baile, alternando el sincopado toque de tambores con saxos, trompetas y guitarras, mientras alternaban ritmos alegres y tristones en medio del ambiente cargado de vibraciones, matizado de luces y del calor irradiado por las parejas danzantes. También ellos se dejaron arrastrar por las letras románticas y cadencia de los blues interpretados por las desgarradas voces de la solista y los coros graves de las cantantes negras.

La última noche que pasaron juntos las efímeras explosiones de plenitud de sus cuerpos entrelazados, fueron empañadas por el desespero de la inminente separación. Fue cuando Nicoleta, sintió el peso de la decisión más dura, la de irse dejando atrás toda una vida…esposo…hijos, arrastrada por la fuerza salvaje de sus instintos y apegos súbitamente despertados por Robert.

-¿Qué pasa…se varó?...ya van dos cambios de semáforo y nada que arranca- volvió a preguntar el conductor a espaldas de la GMC.

Nicoleta, no escuchaba, con la mano sudorosa apretaba la manija de la puerta a la que sólo le bastaba un empujón para abrirse y correr hasta la vieja camioneta verde, donde todavía la esperaba Robert, mientras le brotaban dos  lágrimas y en su pecho se agolpaban sollozos que intentaba disimular para que su esposo no  los notara.

-Te sientes mal- le preguntó sin mirarla.

-Sólo un dolor de cabeza, creo que estoy resfriada- precisó. Tomaré una aspirina cuando lleguemos- agregó, mientras extendía los sudorosos y tensos dedos y regresaba a su posición original la manija, ahora echándole seguro a la puerta.


Al cambiar el semáforo a verde, Robert encendió la GMC. En la camioneta de atrás Nicoleta estaba derrumbada sobre el asiento al lado de su marido. Vio al fotógrafo alejarse, entonces volteó la cara hacía la ventanilla, se sonó con un pañuelo desechable y limpió las lágrimas que corrían libres por sus mejillas.

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