Jair
Dorado
El pasado dispone su escenario y
empieza a discurrir con sutileza. Pero lo que amenaza ser un aluvión de
recuerdos, se diluye de repente, y vuelvo a evocar en el silencio de la noche,
con particular nitidez, la imagen de mi padre subiendo a su bicicleta Monark, dispuesto a emprender un viaje
simultaneo al que hacemos, mi madre y yo, en los incómodos asientos de un
autobús de la empresa Transpubenza.
Es un viejo Dodge de un amarillo incierto, –con la reverberación del sol tiende
al naranja– con un cartel de hojalata junto al conductor, que anuncia: Ruta 2, Cementerio. Es la ruta que nos
llevará al barrio de mis tías solteras. El recuerdo es recurrente: mi padre,
con su figura regordeta nos dice adiós desde el andén de la calle Tercera,
mientras da sus primeros pedalazos. Cada noche igual, inexplicablemente. Ni un
océano de separación, ni los treinta años transcurridos, ni la enajenante
opresión de vivir en un país extraño, han servido para que el olvido haya
levantado ese recuerdo con su viento aniquilador. Intento dormir, intento
comprender el vínculo que tiene ese residuo inútil de mi niñez con el
insalvable cerco en el que ha acabado mi camino.
Despierto acosado por un frio que
parece agujerear mis huesos. Mi conciencia lucha entre una maraña pegajosa, y
al fin surge limpia, febril, poseedora del detalle esclarecedor: es el único
recuerdo de mi padre que se aparta de su conducta autoritaria y que tiene que
ver con el descubrimiento, o la imaginación, de una realidad prodigiosa. Ahora
puedo juntar los trozos rotos.
Entraba en su propensión al
individualismo, el no acompañar a mi madre a visitar a sus hermanas los sábados
por la tarde. Se mantenía como un satélite en cualquier evento familiar.
Durante sus días de descanso vagaba en amplias órbitas de libertad y se
desprendía de la realidad que le imponía nuestra existencia. Se marchaba los
sábados, si no los viernes por la tarde, y no le volvíamos a ver hasta el
domingo, cuando regresaba en un estado lamentable, al grito de “viva el partido
liberal, abajo el partido conservador”. Era cuando llegaba por sus propios
medios, implorando alguna limosna de afecto y de reposo. Otras tardes, las
peores, llegaba a bordo de un taxi, inconsciente, desmadejado. Teníamos que
ayudarlo a bajar, abrumados por las risas y los comentarios de los vecinos que
se asomaban a las ventanas para gozarse con nuestra vergüenza. A veces no
podíamos con su peso y teníamos que meterlo a rastras. Ocurría en ocasiones una
última desgracia; el taxista quería aprovechar la situación, exigiendo que se
le pagara la carrera de acuerdo a un itinerario incierto, seguramente
exagerado. Casi siempre mi madre andaba escasa de dinero, entonces, la escena
de la llegada y el pago de la carrera se alargaba en plena calle, porque ella
concentraba en la figura del taxista toda la responsabilidad por lo que la vida
le había dado, negándose rotundamente a pagar, rebelándose inútilmente a su
destino, por una vez.
El hecho es que no recuerdo un evento
grato de la infancia en el que mi padre estuviera presente; nunca jugamos al
fútbol, ni nos bañamos en un río, ni fuimos a un circo. Siempre miré de lejos,
con recelo y con cierto peso en el alma, a los niños afortunados que tuvieron
otra suerte. Pero lo arbitrario de este cuadro, es que mi padre jamás dejó de
apabullarnos con el régimen implacable de los días de la semana, cuando se
ajustaba a la sobriedad, al celo por la puntualidad, al cumplimiento exacerbado
de sus deberes de maestro de escuela, como ejemplificación de la
responsabilidad que tendríamos que cargar en nuestras propias obligaciones.
Funcionaba así, hasta que terminaba su rutina y empezaba a asomarse a la
ventana, una y otra vez, preso de su nerviosismo alcohólico, y desaparecía sin
decir adiós a nadie. Esas licencias que el mismo se otorgaba, significaban para
mí la liberación de sus ataduras y de su vigilancia, pero a la vez me empujaban
al planeta de soledad y bombillos apagados –para economizar electricidad– de
las noches de mi madre. Antes que llegara la época en que la noche y la calle
me lanzaran su llamada irresistible, me recuerdo compartiendo con mi madre esas
desapacibles veladas. Daba cabezadas frente a nuestro televisor a blanco y
negro, obstinándose en seguir las elucubraciones infinitas de las telenovelas
mexicanas. Otras veces, resignada y triste, gastaba las horas en lúgubres
repeticiones de su Rosario de católica acérrima. Hoy me pregunto: ¿qué pasó
después, cuando las correrías de mi adolescencia me absorbieron? Mi madre
naufragaría, presa de los nervios, en el inmenso buque oscuro de la casa,
supongo. Esa sensación de culpa por haberla dejado sola, no me dejará en paz
nunca, por más que intente convencerme que yo no era nadie para restituirle su
malograda vida.
No quiero extenderme en la visión de
una infancia melancólica, porque al fin y al cabo el tiempo logra echar tierra
encima y nos obliga a seguir viviendo con esos sedimentos. Mi intención es
enmarcar el prodigio de mi padre, diciendo adiós, rezagándose poco a poco del
autobús, lejano, pequeño, mientras mi mente inventa una competencia entre
aquella bicicleta de adulto y el motor incansable del Dodge de la ruta 2. Este
nos lleva al Camilo Torres, un barrio obrero, de casas pequeñas, pegado como
lapa luctuosa al cementerio municipal. Mis tías regentaban una tienda y una
peluquería, con la codicia y la ternura desangelada de dos solteronas entradas
en años. Mi madre viajaba silenciosa con esa mirada lejana e indiferente de
quien no espera gran cosa de la vida, como si estuviera programada para la
resignación. Yo, en cambio, viajaba atento a los virajes trabajosos que el
conductor imponía al gigantesco volante forrado con toscos trozos de cuero,
cocidos con la misma cuerda, fuerte y burda, que usábamos en los veranos para
elevar las cometas de papelillo multicolor. Atento a las acometidas a la
palanca de cambios, con su pomo de cristal grueso, casi siempre decorado con la
figura del Sagrado Corazón de Jesús, o de la Santísima Virgen, cuya mirada
elevada al cielo, era casi idéntica a la mirada tristona de mi madre contemplando
la calle o las personas que pasaban a su lado, por el pasillo del bus, rumbo al
timbre de la salida. Desde la baja perspectiva que me daba mi estatura, por
encima del espaldar de los asientos, podía ver la calle como una realidad en
movimiento, reflejada en la pantalla de la cabina. El conductor me parecía el
capitán de una gran nave espacial, esquivando colisiones con piedras siderales.
Después de un trayecto de infinitos frenazos y bruscas arrancadas, a través de
calles retorcidas y angostas, el autobús nos sacaba del centro colonial y se
enfilaba hacia los barrios que con los años se habían ido añadiendo a la
ciudad. Allí, el blanco inmaculado del sector histórico se extinguía y daba
paso a las polvorientas luces de neón de los anuncios de los asaderos de
pollos, las casetas de latón del comercio pobre, la sucia plaza de mercado con
sus cantinas como cuevas inmundas, y los talleres para buses y camiones. Era la
visión del desencanto: los ancianos rebuscaban entre montañas de fruta podrida;
los niños campesinos se perdían entre una multitud miserable de vendedores
callejeros; las mujeres de tez india llevaban a cuestas bultos colosales; los bulteadores borrachos dormían sobre las
aceras. Yo no despegaba los ojos de la ventanilla para grabar en mi mente lo
que odiaría; la miseria que debía retratar como la peor condición, para
reconocerla siempre y no sucumbir jamás.
El autobús nos introducía en ese
universo de fealdad, recorriendo una rústica avenida fragmentada por cráteres
enlagunados. El último tramo era una línea recta donde al final emergía,
imponente, el cementerio, arropado por los arboles melenudos que separaban los
dos carriles. Allí estaba; solemne, grande, solido, y sobretodo blanco, cercado
por un muro de unos dos metros, sobre el que se elevaba una reja de barrotes,
adornada por un ejército de cruces negras y figuras retorcidas, que tachonaban
el verde oscuro de los estirados y elegantes cipreses que poblaban el interior.
Me fascinaba el orden milimétrico de las tumbas comunes y los panteones de los
nobles apellidos, sobre la alfombra de los prados. El cementerio parecía
recordar el orden necesario de las formas que habíamos abandonado en el centro;
era el reducto bien dispuesto de la muerte frente al caos del mundo. Al pasar
frente a la entrada principal, mi madre se santiguaba, me tomaba de la mano y
tocaba el timbre. El autobús se detenía y abría las hojas chirriantes de la
puerta trasera, cien metros adelante, en la última esquina del muro blanco.
Para mí, a los ocho años, ese era el final de la realidad conocida. La avenida
continuaba su trazado hacia el oriente, con un acentuado descenso a un
inframundo de barrios pobres, donde solo los poderosos conductores osaban
adentrarse.
Esa visita de cada quince días pudo
haber sido un hábito sin importancia, sino es porque un día, al golpear a la
puerta de hierro de la casa de las tías, nos abrió mi padre. Tenía una sonrisa
inusual en él, como si se complaciera con la cara de asombro que debí poner. Yo
me preguntaba, ¿cómo había llegado antes que nosotros? Ese hombre serio, con
sus sempiternas gafas oscuras que sugerían un aspecto amenazante, era el
conductor de un vehículo mágico. O quizás, era él, y no la Monark, quién poseía la facultad de elevarse sobre el trayecto
caótico del tráfico y superar la velocidad del autobús. No quise preguntar a
nadie. Guardé el secreto y me consagré en los viajes sucesivos, a descubrir el
momento exacto en que mi padre y su bicicleta fabulosa se desprendían de las
leyes naturales del movimiento, y se elevaban, o se esfumaban en el aire, para
encontrar el atajo. Nunca lo descubrí, por mucho que sacara la cabeza por la
ventanilla corrediza, ante el pavor de mi madre, que intentaba amedrentarme con
la inminencia de una decapitación. Siempre era lo mismo, mi padre se quedaba
irremediablemente atrás, desde la parada inicial, pedaleando sin prisas, y no
lo volvíamos a ver hasta el destino final. Siempre antes, siempre adelantado. Y
si no lo encontrábamos, era porque ya había llegado, había saludado y se había
marchado unos minutos antes, aprovechando la situación para una de sus
evasiones. Era cuando mi madre se volvía a refugiar en esa expresión afligida,
tan natural en ella, porque entendía que su ausencia sería larga y su regreso
azaroso. No recuerdo cuanto tiempo me aferré desesperadamente a esa fantasía
como compensación a una infancia grisácea, adherida al naufragio silencioso de
mi madre. Cuando tuve mi primera bicicleta, comprada de segunda mano a un
compañero de colegio con lo que me pagaba ocasionalmente mi tía por ayudarle a
surtir las estanterías de su tienda, comprobaría por mis propios medios lo
banal del misterio.
Pero todo mucho después de que las
conversaciones con amigos más avezados en asuntos prácticos, me hicieran
entender las infinitas posibilidades de provocar alteraciones espaciales y
ganar ventaja tomando rutas rápidas, aprovechando los resquicios de las calles
para adelantar en los atascos, trasgrediendo los semáforos y las señales de
tráfico. Me aficioné a hacer competencias con los mismos autobuses, donde mi
madre ahora viajaba sola o en compañía de mi hermano pequeño, al que de paso
también cautivé con la asombrosa demostración, llenando su cabeza de
innumerables falacias. En cuanto a mi padre, una vez descubierto su truco,
perdió el único halo de encanto que alguna vez tuvo, y después, en la lúcida
rebeldía de mi adolescencia, adquirió su definitiva y odiosa dimensión
terrenal. No comprendí aquel embeleco hasta hoy, cuando desperté soñando con
él. Pedalea sudoroso y esquiva con gran esfuerzo los obstáculos de las calles,
para llegar antes, para sorprenderme.
Incapaz de volver al sueño, he salido
al salón. Contemplo la calle mojada y oscura. Una calle ajena y solitaria,
barrida por el viento frío del invierno que traspasa paredes y se agazapa en
los huesos.
Comprendí que jamás me había liberado
de aquél viejo estupor. Sin saberlo, llevo todos estos años compitiendo con el
autobús, rehuyendo del camino trabajoso, buscando las prerrogativas de las
veredas paralelas, jugándome la vida entre el tráfico, oyendo bocinazos e
insultos para llegar antes, para ganarle a la triste paciencia de mi madre,
para sorprender, para superar a alguien. Y lo he logrado, he llegado antes, he
llegado tan lejos como la distancia de un océano, tan lejos que aquí nadie me
conoce, tan lejos que no hay nadie a quien sorprender.
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