Jorge
Santacruz
I
Monasterio de
Montecassino, Italia. 800 D.C.
El hermano
Suplicio, monje copista de la orden de los Benedictinos, sintió que el hambre
aún le picaba pues el almuerzo había sido exiguo, observó los rayos de sol que
penetraban por la ventana del salón donde trabajaba, y calculó que el hermano
Pánfilo, intendente, pronto se retiraría a dormir la siesta. Finalizaba
el mes de marzo, con el deshielo había concluido el frío y entre las peñas,
empezaba a reverdecer la vegetación. El invierno del año 800 fue duro, la nieve
bloqueó los caminos, en los campos helados no se encontraba ni una brizna, la
reserva de alimentos de la abadía disminuyó, y como consecuencia también las
raciones para los monjes.
Fray
Suplicio había soportado mucha hambre en su vida monástica, y concluyó que a
sus 40 años no podía más con tales ayunos, por ello de tiempo atrás dio en
penetrar clandestinamente en la despensa de la abadía, que contrario a lo que
se les decía, encontró bien provista, consiguiendo hurtar una que otra
vitualla, y mejorar de tal suerte su magra dieta.
Mientras
llegaba la hora nona, revisó el texto sobre el que venía trabajando, debía
copiar con su mejor caligrafía algunos escritos atribuidos a San Gregorio Magno
que trataban de reglas de conducta para los hombres de religión, por lo cual se
esmeró en el trazado de los caracteres.
El
fraile inclinó la cabeza de nuevo, y calculando que había llegado el momento,
se levantó de su taburete y tomó la dirección de la despensa. Atravesó en
puntillas los corredores del monasterio que a esa hora se encontraban
solitarios, mientras sus residentes descabezaban un sueño, y rápidamente
consiguió llegar a su destino. El hermano Pánfilo dormía a pierna suelta, en
una cómoda silla alejada de la puerta de la despensa, con las manos cruzadas
sobre su prominente panza. Lo observó por un instante y pensó en lo equivocado
que estaba el intendente si creía ser el único en hartarse con las provisiones
que custodiaba.
Examinó
la puerta, y tras verificar que estaba abierta, la empujó con suavidad. Avanzó
en su interior, y entonces lo embriagaron los aromas de las especias, del jamón
curado, del pan horneado en la abadía y de los quesos olorosos. Se dirigió hacia
una pieza de jamón colgada de un travesaño, y con su navaja cortó varias
rodajas gruesas que depositó en la bolsa que portaba para esos fines. Después
tomó varias hogazas de pan y una buena ración de queso, avituallamiento que
completó con una botija de vino.
Consumado
el asalto abandonó el lugar, y tan silenciosamente como había llegado regresó,
cruzando de nuevo los corredores que continuaban solitarios, para ocultarse en
un cuarto olvidado, donde dio cuenta de los manjares requisados con
tranquilidad. Remojó el gaznate con generosos sorbos del vino, que resultó
excelente, muy diferente de aquél brebaje aguado y melindroso que Fray Pánfilo
les solía brindar con las meriendas. Después consumió parte de las provisiones,
dejando una reserva para cuando el hambre apretase.
Al
incorporarse sintió los efectos del licor, y achispado enrumbó hacia el salón
de los copistas, donde se sentó frente a su mesa de trabajo. ¡Oh que buen vino
aquél!, se dijo con deleite, mientras tomaba la pluma para continuar
transcribiendo el texto. La euforia le fue invadiendo, y mientras trazaba las
letras, empezó a tararear viejas tonadas.
¿Qué
decía aquélla frase del texto del santo? No veía bien, y entonces aguzó la
vista. ¿Era o no era indispensable para los miembros de la iglesia guardar
obligada castidad? Las letras bailaban ante sus ojos, no distinguía con
claridad, decidió realizar los trazos lo mejor que pudo, terminando la
transcripción, para después colocar el folio de pergamino a secar. Solo
entonces dejó que el efecto del vino le venciese.
II
El Vaticano 2018
D.C.
El Cardenal
Ventoso Pandolfini, Canciller del Vaticano, despachaba aquella mañana de abril
en su palacio, situado a un costado de la Plaza de San Pedro. Trataba de
revisar los papeles acumulados sobre su escritorio, pero un fuerte dolor en el
estómago se lo impedía. Su médico se lo había advertido, los años de opíparos
banquetes, con exquisitos platos y añejos licores, le estaban pasando la
cuenta. En la noche anterior acudió a una cena brindada por su colega el
Cardenal Gelato Ventolini, Prefecto para la Doctrina de la Fe, y no pudo
resistir la tentación de degustar los manjares ofrecidos. Como consecuencia,
aquella mañana sentía la panza pesada, llena de flatulencias que, bien sabía, iba
a demorar días en terminar de expeler.
Trató
de aliviarse caminando por el amplio despacho, y se acercó a la ventana desde
la que se divisaba la Plaza. Un destacamento de la guardia suiza marchaba por
ella, con sus vistosos uniformes medioevales, espantando las palomas a su paso.
Había pocos turistas, disminuidos por la crisis financiera, la misma que arruinó
a Europa y a los Estados Unidos, y que provocó el ascenso definitivo de los
chinos. El Vaticano sabía que aires de guerra flotaban por el mundo, y solo era
cuestión de tiempo que estallara el conflicto.
Apartó
esas imágenes de su mente y regresó a su escritorio, el dolor no menguaba; por
el contrario se agudizaba, aún así se inclinó sobre la pantalla del computador donde
encontró varios mensajes urgentes por responder, permisos para algunos funcionarios,
un par de nombramientos, invitaciones a eventos, una solicitud de autorización
para revisar los archivos vaticanos. El estómago se le retorció de nuevo, las
punzadas fueron más fuertes, y sintiendo que no podía resistir, apresuradamente
presionó unas teclas aprobando todo aquello, antes de partir raudo en dirección
al baño de su despacho.
III
El
padre Pietro Pachulini, bibliotecario asistente, revisó una vez más las cuentas
que acababa de imprimir. Había facturas por diferentes servicios: teléfono
móvil, internet, préstamos bancarios, impuestos, tarjeta de crédito, el asilo
de su madre, calculó mentalmente el valor total para concluir que no cubriría con
sus ingresos todos esos gastos. Desde que El Vaticano dispuso una rebaja en los
salarios de sus servidores, su situación económica desmejoró hasta el punto de
que no conseguía llegar a fin de mes.
Pasó
una de sus manos por la cabeza ya canosa y enfocó su mirada en la pantalla del
computador, encontrando mensajes por revisar. El primero que abrió provenía de
la Cancillería, otorgaba un permiso a un seglar para revisar y además obtener
copias de antiguos manuscritos traídos de Montecassino, y sintió extrañeza, la
Biblioteca Vaticana sólo autorizaba revisar esas valiosas reliquias a los
miembros de la Iglesia. Verificó las claves de seguridad del mensaje, que
encontró conformes al procedimiento, y por un momento pensó en solicitar una
confirmación a la Cancillería pero desistió, su Eminencia era una persona
ocupada y no quería distraerlo con minucias.
Miró
el título del manuscrito y no recordó nada de su contenido, pero si los altos
jerarcas permitían que alguien de fuera estudiara los textos, no era problema
suyo, así que se encogió de hombros y volvió de nuevo a sus cuentas. ¿Cómo
haría para pagar esas deudas?, volvió a preguntarse.
IV
El
profesor Rigoleto Testudo levantó la cabeza de su mesa de trabajo para tomar un
respiro, llevaba ya un buen tiempo aplicado al estudio y a la traducción de
copias de manuscritos atribuidos a San Gregorio Magno, datados en el siglo
octavo después de Cristo, en la alta edad media, por lo que una profunda
emoción le embargó desde que llegaron a sus manos. Con ellas, el libro que
preparaba sobre la vida del personaje quedaría muy completo, considerando que
era el primer historiador a quien los bibliotecarios papales permitieron
acceder a los pergaminos microfilmados. Aún seguía sin explicarse por qué inesperadamente
le autorizaron la consulta de los manuscritos, después de varios años de continuas
negativas.
Volvió
a las copias, se topó con el apartado que el eclesiástico dedicó a las reglas
para los hombres de religión, y continuó con su estudio. Era tarde, la noche
avanzaba, pese a sentirse cansado se detuvo en unas líneas que llamaron su
atención. Revisó el texto cuidadosamente, y escribió aparte las palabras que lo
componían, para efectuar su traducción después de confrontarlas con sus
diccionarios y libros de latín medioeval. Amanecía cuando terminó, y al
observar el texto escrito en italiano moderno no dio crédito a lo que leía. Se
incorporó asombrado y se apartó de la mesa para volver tras un instante. De
nuevo lo leyó y lo releyó, sin conseguir vencer su incredulidad.
¿Era
posible? Se preguntó cómo el texto había sido copiado, buscó al autor y
encontró su nombre registrado en la última hoja, se llamaba Fray Suplicio de
Padua, benedictino del Monasterio de Montecassino, una de las abadías más
famosas a causa de su biblioteca. El fraile estampó su nombre en el pergamino
en el año 800 del Señor; el historiador se estremeció, eran altas las
probabilidades de que el escrito fuese verídico.
Pese
a lo temprano de la hora llamó a su editor, Enrico Graffini, quien somnoliento
contestó de mala gana al otro lado de la línea: ¡Rigoletto, tiene que ser algo
muy bueno para que te atrevas a despertarme a esta hora tan incivilizada!
exclamó. El Profesor tomó aire antes de replicar.
—Tengo
en mis manos el descubrimiento más importante de los últimos siglos, si consigo
verificarlo Enrico. Prepárate para la fama.
El
editor tomó asiento y con la mano libre se sujetó al borde de la silla,
mientras escuchaba las explicaciones que le proporcionaba el Profesor Testudo.
V
El
padre Liborio Liberini, profesor de teología de la Universidad de Milán, apuró
el vaso de vino que estaba sobre la mesa de aquella taberna del centro de Roma,
donde le había citado su colega, RigolettoTestudo. Liberini seguía las
corrientes vanguardistas de la Iglesia, y públicamente se había manifestado en
contra de varias tradiciones y especialmente contra el voto de castidad,
sufriendo la reprensión de sus superiores.
Hacía
calor aquélla tarde de fin de primavera, el padre atisbaba la puerta de entrada,
esperaba inquieto la llegada de su amigo. El historiador llegó retrasado, se le
veía exhausto, sin rasurar, los cabellos en desorden, y la ropa arrugada. Se
sentó a un costado y apuró de un sorbo el vaso de vino del que bebía Liberini,
e hizo señas al mesero para que trajese una nueva ronda. Del bolsillo de su
chaqueta extrajo un sobre que rápidamente entregó al padre, quien lo abrió y
empezó a leerlo. Culminó después de un rato, y lentamente levantó la cabeza
incrédulo, clavando una mirada grave sobre el Profesor Testudo.
—Son
copias tomadas del microfilm del manuscrito original - explicó Rigoletto.
—¿Y
la antigüedad, está confirmada? — preguntó el padre Liberini.
—
Sí, la copia es genuina, data del siglo octavo, existen otros textos elaborados
por fray Suplicio, y el documento del cual se tomó esta copia está en la biblioteca
del Vaticano- repuso el historiador.
Liberini
tragó grueso y palideció, mientras decía amargamente, todos estos años…todos
estos años…todos estos años…
VI
El
padre Pietro Pachulini cruzó rápidamente el corredor de la Cancillería hasta llegar
a la gran puerta de doble hoja que conducía al despacho del Cardenal Pandolfini.
Un asistente le abrió y le hizo pasar. El bibliotecario avanzó nervioso por la
lujosa estancia, portando en sus manos sudorosas el libro San Gregorio Magno escrito por el Profesor Rigoletto Testudo.
Sentados
en amplias butacas ubicadas frente a un televisor de pantalla enorme se
encontraban los Cardenales Pandolfino y Ventolini, y en medio, una mesa con
fuentes de pasabocas y una jarra de vino.
—Sus
Eminencias, buenas tardes—saludó el padre Pachulini.
Los prelados correspondieron cortésmente al
saludo y el Canciller lo invitó a sentarse.
—
Sírvase padre, sírvase—-le
pidió, señalando con su mano las fuentes sobre la mesa. El bibliotecario no se
hizo esperar y tomó algunos pasabocas que engulló regados con buenos sorbos de
vino.
—Sus
Eminencias, yo venía a informarles que...
—Tranquilo
padre, interrumpió el Prefecto Ventolini, sabemos que nos va a decir, que hoy
se lanza el libro sobre la vida de San Gregorio, para el que la biblioteca
prestó su concurso.
—Precisamente
le hemos invitado a que nos acompañe a ver el evento por la televisión —añadió
el Canciller.
Pachulini
levantó el libro, casi suplicante ante los prelados pero de nuevo el Prefecto
lo tranquilizó con un gesto de su mano.
—
Coma padre, coma, ahora hablaremos del libro—dijo
el cardenal Pandolfini, mientras devoraba ávidamente los entremeses de las
fuentes.
Pandolfini
pidió al asistente que encendiera el aparato de televisión, no demoraría en
empezar la transmisión del evento.
El
subalterno sintonizó un canal que ofrecía imágenes de los almacenes, tiendas,
oficinas, fábricas y bancos cerrados por la crisis económica, y las
muchedumbres de desempleados y desarrapados que recorrían las calles buscando cómo
sobrevivir. También aparecieron en la pantalla algunos líderes quejándose de la
hegemonía de los chinos, y llamando a tomar medidas drásticas, la guerra, incluso,
si fuera necesario. Los eclesiásticos seguían las noticias, mientras
continuaban comiendo.
El
noticiario acabó, dando paso a un programa de entrevistas. Una periodista
cultural de rubia cabellera y ojos claros presentó a sus invitados, el Profesor
Rigoletto Testudo y el editor Enrico Graffini.
—Profesor
Testudo, hoy ha puesto en el mercado su obra sobre la vida de San Gregorio
Magno, ¿Qué es lo más interesante de este libro? —interrogó
la anfitriona. Rigoletto sonrió antes de responder.
—
Bueno, es la revelación que hacemos acerca de la posición de Gregori frente al
celibato, que después de varios siglos hemos podido conocer. En un manuscrito de
su autoría, que la Biblioteca Vaticana nos permitió copiar, dice textualmente
lo siguiente: No es indispensable para
los miembros de la iglesia guardar obligada castidad. La recomendación nos
permite concluir que la regla del celibato no proviene de los orígenes del
cristianismo, fue impuesta después, por lo que es históricamente infundada.
En
la Cancillería, los prelados saltaron sobre sus sillas al escuchar el
comentario del profesor. Pietro Pachulini carraspeó antes de hablar de forma
lastimera:
—
Sus Eminencias, era lo que venía a informarles. En el texto que se autorizó
copiar se encuentra esa frase, que no hemos tenido forma de aclarar.
—
¿Quién autorizó las copias? —inquirió el Prefecto. Pandolfini
recordó entonces aquella ocasión, meses atrás en que apresuradamente la había
concedido. Guardó silencio mientras sentía que el estómago se le inflaba cada
vez más, y que agudos retortijones empezaban a atormentarle.
Entretanto,
la entrevista continuaba y la periodista interrogaba en ese momento al editor.
—Señor
Graffini, ¿qué clase de averiguaciones se hicieron para comprobar la
autenticidad de las copias?
—Bueno,
nuestra editorial conformó un equipo de expertos que revisó cuidadosamente los
documentos descubiertos por el profesor Testudo, concluyendo que son verídicos,
sin lugar a dudas—explicó
aquél.
La
entrevista se interrumpió, y enseguida se difundieron imágenes de otra
entrevista tomada en las calles de Roma, esta vez al teólogo Liborio Liberini,
quien respondía a las preguntas del periodista exclamando: ¡El celibato se ha
acabado, hemos sido engañados, los padres de la Iglesia nunca lo impusieron!
El
Cardenal Pandolfini sintió que el estómago le estallaba, sudaba frío, sus manos
temblaban, quizá no alcanzaría a llegar al baño, no pudo contenerse más y
expulsó una estruendosa ventosidad, cuyo eco cruzó el aire y terminó estrellándose
contra las paredes. Sus compañeros se sobresaltaron y Pachulini, muy excitado,
ignorando la fuente de la explosión exclamó:
—¡Acabo
de escuchar la primera trompeta del ángel exterminador!
Enseguida
se mostraron imágenes de sacerdotes y seglares, ubicados tras el padre
Liberini, intercambiando caricias y besos. También se divisaba un eclesiástico
vestido con sotana arzobispal, tomado de las manos con dos niños, mientras una
mujer madura le tomaba de gancho. Pandolfini expulsó una segunda ventosidad,
más fuerte que la anterior, e hizo vibrar las lámparas y las ventanas. El
cardenal Ventolini, ya en estado de paroxismo exclamó.
—
¡Escuché la segunda trompeta del ángel exterminador. Es el fin de los tiempos,
el armaggedón ha llegado!
Al ver esta publicación, puedo decir que soy el orgulloso hijo de un hombre que persigue sus sueños y esto lo puede constatar, aquí mi humilde opinión:
ResponderEliminarArmageddon es un relato muy simpático narrado de una forma amena. Presenta personajes, paisajes, situaciones y contextos creativos, que han sido bellamente dibujados con un lenguaje que permite dejar volar la imaginación sin obstáculos. Por otro lado, es indiscutible el hecho de que obviamente el autor buscaba divertir con este texto, por lo tanto debo decir que, en mi opinión personal, antes y después de "todos estos años..." ha logrado su cometido... En la medida en la que descubrí la ironía predominante en la pieza.
Te felicito papá y te comparto una cita de Chateaubriand encantado por tu originalidad:
- "El escritor original no es aquel que no imita a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar."
Te invito a que sigas escribiendo y no abandones tus sueños, comparte toda tu obra, tu legado.