Flor
Ángela Cajiao
La mañana en
la que don Tito y la esposa viajaban en su
Ford azul, modelo 60, les pareció que las condiciones no estaban dadas. Por
tramos el cielo se mostraba gris y el agua chispeaba hasta alcanzar el
parabrisas. Viajaban sobre un suelo polvoriento. Pronto una mazamorra rojiza
bañó por completo el vidrio panorámico.
– No sé si quitarme o dejarme la ruana. Este clima es raro. No más falta que se aparezca el cueche en
el río y, a mí, ese sí me da mala espina. Y con el zangoloteo de
este tiesto… Si no fuera porque necesito ver de inmediato a ese hombre…
Su mujer, que siempre tenía una idea clara de las cosas, jamás se
atrevía a contrariarlo; sólo por esta vez replicó:
– La idea del viaje fue suya, mijo, así que no se queje y tranquilícese
que por lo menos ya pasamos Tanamá.
–Ojalá don Carmelo me haiga cogido la cita, mija, dicen que con
ese condenado médico toca madrugar y hacer fila para que lo atienda a uno. Pero
él nos solucionará el problemita ese.
–Sí, mijo, pero yo sigo insistiendo que es mejor creer en
Dios y echar llave a las puertas.
– ¡Callá bruta! Yo sí creo en Dios. Pero ese tipo es el que nos va a
decir con pelos y señales quien es el que nos tiene cogidos de pa’bajo.
Iban de Samaniego al Diviso, una vereda lejana, en límites entre
Sotomayor y Cumbitara.
Él era un hombre de convicciones acérrimas, católico definitivo, de
carácter dominante, cuya corpulencia apuntalaba su autoridad. Siempre lucía un
sombrero de paño y la ruana. El Ford permanecía estacionado en la calle
destapada, junto a su casa, cargado con plátano, unas veces, otra con cueros.
Todos los días salía de madrugada y volvía al atardecer. Pero cada que
emprendía viaje, se sorprendía de que le faltaran productos de la carga.
–¡Otra vez me han robado! ─exclamaba.
Una noche se puso en guardia. Pero sólo los grillos acompañaron su
desvelo.
─Mijo, no se olvide de ponerle el seguro al camión ─le repetía su mujer.
─Eso hago pero esta chatarra ya no tiene parte buena donde meterle un
candado ─contestaba don Tito.
Llegaron a la tarde. No fue difícil dar con el lugar. Todos
los vecinos conocían al médico. Vivía en la mejor casa. La cubría una
nube de humo negro y espeso. En la entrada se podía aspirar un revuelto
de ruda con hierba fresca, tabaco y chapil. Conchas, amuletos y santos,
colgaban por los rincones y en la puerta de entrada, la piel cenizosa de un
tigrillo.
Era un indio de contextura delgada, de bajo porte; le saltaba una
cicatriz en su cara, que producía escozor, se le notaba el ungüento, su
mirada fija y amusgada. Un tocado de plumas adornaba su cabeza. Lo cubría
una bata vieja a la que el humo le había robado la blancura.
Don tito le entregó el dinero de la consulta. El indio se acomodó. Tomó
un cigarro, lo prendió, susurró unos rezos; sacó de sus cachivaches
un muñeco negro, dijo que era su mejor amuleto. Miró a la pareja de
recién llegados con cierto aire de enojo; al menos eso les pareció a ellos.
Sacó un platón oxidado que contenía varias hierbas entre frescas y secas, le
prendió fuego, se atragantó de humo, tosió varias veces y, con voz ronca
pero segura, preguntó:
– ¿Qué es lo que necesitan saber?
Don Tito con voz entrecortada preguntó.
– Quiero saber quién roba mi carga. ¡Sobretodo a mi gato extranjero!
El yerbatero cerró sus ojos.
─Consultaré a los espíritus. ¡Cuidado con interrumpirme! ─dijo.
Alzó su amuleto. Escupió varias veces.
─ ¡Estimado señor, lo siento, pero su gato Persa no es robado. A su
animal lo envenenaron y está muerto!
Don Tito, confundido se puso de pie y protestó:
– ¿¡Cómo va a ser!? ¡Si mi gato era rojo!
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