lunes, 10 de febrero de 2014

Es mejor creer en Dios y echar llave a las puertas

                    Flor Ángela Cajiao

La mañana en la que don Tito   y la  esposa viajaban en su Ford azul, modelo 60, les pareció que las condiciones no estaban dadas. Por tramos el cielo se mostraba gris y el agua chispeaba hasta alcanzar el parabrisas. Viajaban sobre un suelo polvoriento. Pronto una mazamorra rojiza bañó por completo el vidrio panorámico.

– No sé si quitarme o dejarme la ruana. Este clima es raro. No más falta que se aparezca el cueche en el  río  y, a mí, ese sí me da mala espina. Y con el zangoloteo de este tiesto… Si no fuera porque necesito ver de inmediato a ese hombre…
Su  mujer, que siempre tenía una idea clara de las cosas, jamás se atrevía a contrariarlo; sólo por esta vez replicó:  
– La idea del viaje fue suya, mijo, así que no se queje y tranquilícese que por lo menos ya pasamos Tanamá.
 –Ojalá don Carmelo me haiga cogido la cita, mija, dicen que con ese condenado médico toca madrugar y hacer fila para que lo atienda a uno. Pero él nos solucionará el problemita ese.
 –Sí, mijo, pero yo sigo insistiendo que  es mejor creer en Dios y echar llave a las puertas.
– ¡Callá bruta! Yo sí creo en Dios. Pero ese tipo es el que nos va a decir con pelos y señales quien es el que nos tiene cogidos de pa’bajo.
Iban de Samaniego al Diviso, una vereda lejana, en límites entre Sotomayor y Cumbitara.
Él era un hombre de convicciones acérrimas, católico definitivo, de carácter dominante, cuya corpulencia apuntalaba su autoridad. Siempre lucía un sombrero de paño y la ruana. El Ford permanecía estacionado en la calle destapada, junto a su casa, cargado con plátano, unas veces, otra con cueros.  Todos los días salía de madrugada y volvía al atardecer. Pero cada que emprendía viaje, se sorprendía de que le faltaran productos de la carga.
 –¡Otra  vez me han robado! ─exclamaba.
Una noche se puso en guardia. Pero sólo los grillos acompañaron su desvelo.
─Mijo, no se olvide de ponerle el seguro al camión ─le repetía su mujer.
─Eso hago pero esta chatarra ya no tiene parte buena donde meterle un candado ─contestaba don Tito.
  Llegaron a la tarde. No fue difícil dar con el lugar. Todos los vecinos  conocían al médico. Vivía en la mejor casa. La cubría una nube de humo negro y espeso. En la entrada se podía aspirar un  revuelto de ruda con hierba fresca, tabaco y chapil. Conchas, amuletos y santos, colgaban por los rincones y en la puerta de entrada, la piel cenizosa de un tigrillo.
Era un  indio de contextura delgada, de bajo porte; le saltaba una cicatriz en su cara, que producía escozor, se le notaba el  ungüento, su mirada fija y amusgada. Un tocado  de plumas adornaba su cabeza. Lo cubría una bata vieja a la que el humo le había robado la blancura.
Don tito le entregó el dinero de la consulta. El indio se acomodó. Tomó un cigarro, lo prendió, susurró unos  rezos; sacó de sus cachivaches  un muñeco negro, dijo que era  su mejor amuleto. Miró a la pareja de recién llegados con cierto aire de enojo; al menos eso les pareció a ellos. Sacó un platón oxidado que contenía varias hierbas entre frescas y secas, le prendió fuego, se atragantó de humo, tosió varias veces y, con  voz ronca pero segura, preguntó:
 – ¿Qué es lo que necesitan saber?
Don Tito con voz entrecortada preguntó.
 – Quiero saber quién roba mi carga. ¡Sobretodo a mi gato extranjero!
El yerbatero  cerró sus ojos.
─Consultaré a los espíritus. ¡Cuidado con interrumpirme! ─dijo.
Alzó su amuleto.  Escupió varias veces.
─ ¡Estimado señor, lo siento, pero su  gato Persa no es robado. A su animal lo envenenaron y está muerto!
Don Tito, confundido se puso de pie y  protestó:
 – ¿¡Cómo va a ser!? ¡Si mi  gato era rojo!






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